La improbable vida de Benjero

Recuerdo aquella mañana de junio en mi Victoria natal. Yo había dormido unas pocas horas y me desperté alertado por un ruido fortuito. Desentumecí mis extremidades y separé cada una de mis afiladas garras con toda la prisa que me puedo permitir. Y entonces vi lo que sucedía.

El ruido que os digo me despertó era el producido por el forcejeo de un dingo con una joven koala. La cual era arrastrada entre las fauces de aquel perro salvaje mientras ella chillaba y luchaba por su vida. Si les digo verdad, soy poco de intervenir en cuestiones ajenas. En cualquier otra circunstancia habría vuelto sobre mis pasos, y formando un ovillo, volvería a quedar dormido in situ. Pero aquel día que amanecía era como una promesa: los rayos de sol de la mañana incidían de forma mágica sobre el bosque y se filtraban calentando mi cuerpo por entre el follaje del árbol de eucalipto que me servía de hogar y me llenaban de vigor.

Aquél había sido un mal año para todos sin distinción, sin lluvias y con escasez de alimentos nuestra población se había visto severamente diezmada. Los dingos y otras especies de cazadores morían de hambre también, y los que aún vivían eran figuras famélicas que arrastraban pena y dolor en los huesos; así que con suerte conseguían algo de comer.

En nada que pude me balancee entre las ramas y las hojas de eucalipto olvidando por completo cualquier cuestión relacionada con el ahorro energético. Si les cuento verdad me movía como en esas películas japonesas en las que los samuráis se deslizan con sus katanas de frio acero por los bosques sin tocar siquiera las ramas cuando avanzan, cosa inusual en un koala por otra parte, pues por las condiciones de nuestro sistema digestivo y las adaptaciones al entorno debemos ahorrar mucha energía y es por eso que gastamos la mayor parte de nuestras vidas, unas veinte horas al día, en dormir.

Y ahí iba yo por entre las ramas de eucalipto como les cuento, deslizándome, como un jodido ronin, una sombra de muerte que se alargaba entre las copas de los árboles, cuando logré situarme justo por encima de donde sucedía la fatal escena y dejé caer mis casi 14 kilos de peso al vació.

Aquél golpe inesperado sobre el cráneo del dingo lo dejo descolocado y por un momento soltó su presa que ya casi había dejado de luchar. Giró sobre su cuerpo rojizo dispuesto a soltarme una dentellada, y casi lo logra si no fuera porque con un hábil reflejo incrusté una de mis poderosas garras en el ojo de aquella cabeza llena de dientes, babas y rabia. Oí un aullido horrible que posiblemente se escuchó también en la lejana Camberra y que me heló la sangre y convirtió mis entrañas en pura roca volcánica.

Después de lo sucedido pasé casi dos semanas sin poder moverme. Tenía un fuerte dolor en mi brazo derecho que me impedía el mínimo gesto, incluso rascarme. Y en eso que estaba a punto de morir de inanición cuando algunos parientes empezaron a traerme algo de hojas frescas que yo engullía con gran avidez.

Pasadas algunas semanas de aquel episodio conocí a la joven Colundra. Se había repuesto formidablemente bien y ahora era una radiante koala que gustaba de pasar las horas muertas conmigo, y si les digo verdad, seguiría contándoles lo que pasó después... pero eso ya forma parte de otra historia.

FIN

tEXTO E IMAGEN :D

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