Gracias a su destreza y superior inteligencia, el hombre domina nuestro planeta. Se trata de una especie civilizada, buena por naturaleza, que sólo aspira a vivir y prosperar en compañía de sus semejantes. Dios, que ama a la humanidad, dotó al hombre de capacidad necesaria para evolucionar. De sus comienzos arborícolas y de recolector de frutos, se ha convertido en señor de este mundo, mediante la construcción de una sociedad tecnológica a la medida de sus capacidades intelectuales y culturales. El hombre, o, mejor dicho la especie humana, a pasos agigantados se aproxima a la utopía que es su destino.
Esto es lo que nos dicen.
¿Creeremos tal atajo de mentiras?
Por muy inteligente, refinado y civilizado que se crea el hombre, dentro de cada uno de nosotros habita una bestia, una criatura de pesadilla, tan sanguinaria y depravada, ruin y aterradora que, para no caer en la locura, nuestra mente necesita negar su existencia.
Por ejemplo, muchas enseñanzas de las religiones son meras contradicciones, simples inversiones de la verdadera naturaleza del hombre. Preceptos como “no matarás” o “ama a tu enemigo” resultan paradójicos; por mucho que filosofemos, nada puede cambiar el hecho de que cada hombre es un asesino.
Es abrumador el número de casos en que esa bestia asoma a la superficie: para verlos bastará con hacer nuestras mentes atalaya y contemplar la realidad tal como es, como de ordinarios nos negamos a reconocerla.
Ahí está el asesino que no se satisface con matar, sino que se ve compelido a hacer pedazos a sus víctimas, sin que, más tarde, pueda dar una explicación plausible de su conducta. Y bien sabemos hasta que tal punto nos fascinan tales personajes.
La tradición admite como normal la exaltación que se apodera del soldado en la orgía de sangre del combate. A este hombre se le condecora como un héroe, pero su auténtica recompensa es la oportunidad de dar suelta a su salvajismo interior.
El cazador que se sienta con sus compañeros al amor de la lumbre, tras destripar un venado, habla del acecho y del disparo, pero nunca del placer que le proporcionó la caliente humedad de la sangre es sus manos. Y ninguno de los que escuchan sacarán a relucir el tema, pues de sobra saben que la única diferencia entre ellos y el “animal” carnívoro, que mata y destripa a su presa con sus colmillos y garras, estriba en las armas empleadas.La negación de la bestia que habita en el hombre no es una casualidad heredada, sino enseñada y aprendida. En nuestro mundo, la reclusión de la bestia comienza al nacer.
Pero, ¿Qué ocurrirá si se invirtiera el proceso, si el aprisionado fuera el hombre, para que la voluntad animal que anida en él pudiese alcanzar la libertad? Si aboliésemos la civilización que el ser humano ha erigido para mantener esa animalidad confinada, si suprimiésemos la técnica, las comodidades, los tabúes morales y éticos, ¿a que estado revertiría el hombre?
En circunstancias adecuadas, la bestia puede crecer y fortalecerse en su reducto, irrumpir a través de la tenue capa de la personalidad, del carácter, y fundirse con las apariencias físicas y psicológicas, para acabar por dominarlas. En ciertos casos, el fenómeno se ha hecho hereditario. Cuanto mayor ha llegado a ser la influencia en los padres, más fácil es que predomine en sus descendientes.
No todos los seres humanos han vislumbrado esta verdad, que sólo puede ser visible en los momentos de rabia primitiva o placer animal, y que, una vez pasada la tormenta de las respuestas instintivas, retrocede al oscuro reino de lo que más vale olvidar. Pero quienes lo pongan en duda, que se miren al espejo, que estudien atentamente esos ojo s que les devuelven la mirada, que se concentren en lo que parece acechar detrás de ellos, y luego se atrevan a negar la presencia de su bestia íntima…"
tEXTO: Prólogo de ‘The beast within’ \ Edward Levy
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