Metrópoli 2132

Estaba inclinado en la azotea de un edificio cualquiera de la ciudad con forma de palmeras que parecían brazos perezosos recostados sobre el tiempo, con sus coches escupiendo gas y una lluvia ácida, de media tarde, que me estaba poniendo los zapatos realmente sucios. Sin embargo, yo, con la mano extendida, no movía siquiera un músculo. Disfrutaba del olor de la lluvia en sitios secos. Disfrutaba, también, de la altura. Esa fascinación por caer, desplomándose, en la profundidad del vacío mientras piensas: “La ciudad es como la danza de un cocodrilo hambriento” Justo detrás, a mi espalda, había unos carteles luminosos de luces encendidos que se podrían ver desde cualquier punto de la ciudad, a cualquier hora, a una distancia de unos 10 Km a la redonda y en los que se podía leer en letras mayúsculas: “Tenemos a un ganador”. Yo tenía al ganador con los ojos más tristes del mundo. Desde allí, también, se podía ver un río de aguas oscuras, que agitaban botes fantasma, y un puente que conectaba las orillas de la parte comercial, rica y opulenta, de los sub, repleto de simulacros de vidas humanas perdidos en un no-se-qué anhelo de abandonar, algún día, su diminutas prisiones y mudarse a un piso lo más lejos del suelo posible. En el lado de allá pude ver un zorro que saltó de un contenedor de basura y corrió a lo largo de un parque hasta desaparecer en la espesura de la noche. Siempre me habían gustado las alturas, de hecho habíamos sido de las primeras generaciones criados, íntegramente, en las azoteas y terrazas de cristal buscando, quizás, la seguridad de los edificios babilónicos, que cómo intentando arañar el cielo se alzaban majestuosos y cristalinos, en el horizonte incierto de la bestia de un millón de cabezas. Recordaba los día que siendo pequeños nos pasábamos haciendo figuras hacía fuera en el filo de una azotea. Éramos los chicos del cielo, sin duda. Mirando hacia abajo la ciudad parecía desdibujada por la lluvia, anónima, y un lugar inapropiado para morir una noche, tan poco agraciada,  estampado contra el asfalto. Al inclinarme para ver mejor la calle, sin embargo, perdí equilibrio y la corbata que sujetaba se fue escurriendo entre mis dedos. Una bocanada de olor a vodka se desprendió de su boca. Vencido por el peso di unos pasos hacia adelante y volví a recuperar el control del cuerpo que se estremeció suplicante en el otro extremo. Vestía una americana bastante elegante, una camisa blanca, unos jeans y unas botas de cowboy que le daban aspecto como de predicador de Texas. Un tipo con éxito, sin duda. Aunque pude ver el terror en su cara, su barba de tres días, sus deudas sin pagar y ese apestoso olor a vodka. Sin duda, me había mentido— pensé —: no pesaba 83 kg. Tenía el brazo extendido, en tensión, y en mi mano el tipo, con las botas de cowboy y el tufo a vodka, se balanceaba al infinito de la noche invencible, en el extremo de una corbata.
“Qué”,  me dijo.
“Me gustaría contarte mi historia —le dije—. Después puedes suicidarte, si quieres”

tEXTO: Blad_1507

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