De las flores del camino

Así que la miro y ella sonríe, noto en su cara la alegría, tal vez es que mi alma se está riendo y yo no me doy cuenta. En cualquier caso, noto ese fogonazo de alegría en sus ojos, como si con ello quisiera consolarme, saludarme, como si un mensaje que solo los dos compartimos llegase a través de nuestros ojos.
Es morena, con el cabello azabache recogido en una cola, su sonrisa es agradable; los ojos negros también sonríen, y parece nerviosa. Ahora esta mirando la pantalla del ordenador en tanto que yo espero a que me entreguen unos papeles.
Creo entender que en el fondo de sus ojos hay cariño, como la sienten las personas que han compartido una pequeña aventura, un tramo en el camino, una parte del trayecto, como si con esa mirada nos bastase para decirnos todo lo que no podemos decirnos en palabras; el respeto es mutuo, nos sobran las palabras que puedan malgastarse. Así que me doy cuenta de que ella me sonríe porque yo le estoy sonriendo, porque le he dicho sin palabras que siento aprecio por ella, le agradezco su esfuerzo.
A decir verdad todo la sala es consciente de que estoy allí, levantan las caras de la pantalla, y noto sus miradas traspasando la tela de mi camisa, mi carne translúcida, pudiendo ver a través de mi como si fuera un ente invisible, el ánima de alguien que aún está vivo. Pero yo permanezco de pie impertérrito, como si no estuviera allí, estoy pero sin estar, soy un emisario de mi mismo. Y miro en mil direcciones, tal vez, como un faro que llena de luz hasta el último rincón y en su recorrido va achicharrando todo lo que se halla en su camino; y en ese deambular mis ojos la han encontrado de nuevo, y me ha reconocido, le digo sin palabras cuan importante fueron esos breves instantes, de su alegría y de su desparpajo, de su calidad como persona; y otra vez dirijo mis ojos hacia las ventanas, compruebo todas las lámparas fluorescentes que cuelgan del techo, no hay ninguna que se haya fundido.
La sala permanece en silencio, todo sucede en menos de lo que canta un gallo. Cojo los papeles y salgo atravesando las puertas acristaladas.
Por la escaleras a menudo desciendo saltándome los escalones – esto no me lo perdona ningún escalón–.

TEXTO: D

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