Retorno a 1984

ientras el autobús llegaba hasta mi parada, estuve leyendo un libro que se llama El Viejo y El Mar de E. Hemingway. De los viejos se decir que es bueno escucharlos, y del mar que yo prefiero llamarle la mar. Pero eso, cada uno. Cuando llegó el autobús y paró, baje y subí por una cuesta hacia mi trabajo. En la puerta, como diez minutos antes de entrar, me encontré a mis compañeros. Estábamos reunidos y hablábamos de cosas triviales, nada trascendente, para romper el hielo. Hacía un calor de estrago en la cima de la colina. El sol pegaba de justicia, ninguna nube en el horizonte, viento de salazón. En la sombra se estaba a gusto, corría brisa fresca, pero sería poco lo que habríamos de estar. Les diré que mis compañeros y yo somos un equipo compacto, además de grandes personas, lo que hace todo más llevadero. Si reímos, reimos todos juntos y a la par, si lloramos nuestras lágrimas no conocen el fin. Les he hablado ya de alguno de ellos, pero aunque somos todos los que estamos, no estamos todos los que somos […]
Y por unos instantes tuve la impresión que con lo del coche mi madre me había echado a los leones, dejándome sólo ante el peligro. Estuve dos o tres días sin hablarle por ello, sin mirarle a la cara, sin comer su comida. Anduve desaparecido, llegaba a altas horas, apoyando las manos en las paredes para no caerme. Llegaba hecho mierda es cierto, pero no me importaba. Porque yo no me importo, se que soy carne de cañón, el primero que entra en terreno cenagoso y acaso el último que salga. Nadie ni nada me importa menos que yo, y si algún león quiere probar de este bocado debe al menos asegurarse de que su comida no se le indigeste. ¡Ay!, deben pensar de mi que soy un egocéntrico antisocial e inadaptado, pero sólo me quedo en misántropo, alguien a quien la vida ha vareado hasta conseguir mi total obstinación. Pero con lo del coche y lo de las aseguradoras me he quedado bastante descontento, ya que si uno paga por un servicio que luego las aseguradoras no van a cubrir; y al fin y al cabo quien tiene que hacerse cargo en primer término de los costes del arreglo es uno mismo, ¿Qué sentido tiene que yo pague religiosamente las tasas que te imponen? ¿Para que sirve una aseguradora si cuando te hacen falta sus servicios ellos se lavan las manos como Herodes? Tuve la impresión de que los talleres de reparaciones y los peritos son los que ganaban en todo esto, engordando la factura y repartiéndose el pastel. Así es como me sentí después del golpe, como un arenque perseguido por un banco de tiburones, delfines y orcas asesinas.
Claro que, visto lo visto en el espectáculo circense de nuestros días; el número de los políticos que reciben regalitos a cambio de favores, el de los hombres indignos que frecuentan ante los ojos ciegos de su pueblo la compañía de ¿azafatas? cuando deberían ser ejemplo a seguir; fuerzas institucionales que actúan como bandas de matones, sin ley, aunque ellos mismos la representan, la del más fuerte; parece hasta raro que yo me escandalice hoy por esto de las aseguradoras: ¿no es lo normal?, ¿no es a esta infamia a la que nos tienen acostumbrado?. Pero los que han llegado hasta la cúspide del sistema, deben al menos echar una miradita hacia abajo de vez en cuando, (“aunque la escalada no sea cuestión de mirarse a los pies”, como dice la canción) dejando a un lado la prepotencia, y sacar algo en claro: en realidad el Gran Hermano existe, no es, como se pretende, ni Google ni el Pentágono; somos nosotros mismos sus ojos, aquí, allí y en los confines del mundo conectados; nada escapa a su omnipresencia, y quien quiere ver debe saber al menos que: “los ojos que ven, no son ojos porque los vean, son ojos porque les ven, a ellos.”
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D

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