Memorias de un joven Robinson

veces sucede que tenemos que dejar cosas detrás nuestra, o que son ellas mismas las que nos abandonan, tomando rumbos distintos, cuando ya el barco esta hundido y solo le asoma la proa por encima de la superficie del mar. Es entonces cuando se decide uno a saltar, saltar al profundo azul. Que pena más grande que te hayas visto en la tesitura de saltar para salvar tu vida, sin yo poder hacer nada por impedirlo. Mientras el barco se hunde, con el chaleco salvavidas como único valuarte, he decidido que voy a recitar el único poema que me he aprendido, sujetando fuertemente el timón: "llanto de una calavera, que espera un beso de oro…"

Todo esto estaría bien si el barquero, al perder su barco, fuera digno de conmiseración, si no fuera el culpable de su hundimiento, si hubiese escuchado antes de haber rugido como un viejo lobo de mar herido. Tarde es para que te redimas, mi amigo Robinsón, en una isla remota, abandonado a tu suerte, en un interminable diálogo contigo mismo; ves que pasan las mañanas, habiendo sufrido lo indecible y sin haber conquistado nada, deseando que llegue la noche para hacer una hoguera en la playa, y danzar junto a tu innumerable ejercito de yos. Y caer rendido, si, y no volver a despertar.
Ver en cada puesta de sol velas de barcos imaginarios, barcos que se van acercando y conforme avanzan se convierten en troncos de árbol arrastrados por la corriente hasta ir a detenerse en tus pies, lamidos por las olas. ¿Esperando a que? ¿Aguardando cuanto?

Una noche sucede que de una isla próxima de la que no tenías constancia, desembarcan pequeños guerreros de sus canoas, traen consigo prisioneros a los que van a devorar como caníbales, entre ellos al joven Viernes. Y la alegría llena tu corazón, ¡alguien con quien hablar! Nunca antes las palabras resultaron tan agradables al oido, incluso en una lengua que desconoces. Los gestos aún sirven, la mímica aún se deja entender por entre los estrechos pasillos de esta Torre de Babel que hemos construido, a nuestra imagen y semejanza.

Mientras las escasas pertenencias que porto se tambalean mecidas por las olas, crujen las maderas, se deshilacha el trapo que llevo por bandera -me cansé de esperar-; me da por pensar en ti. No te haría justicia alguna si hoy abandonara en este tramo del camino, si este náufrago en medio del siglo veintiuno no llegara a buen puerto, si se despertara y para él no hubiera mañana que saludar, si deseando encontrar se perdiera a sí mismo; quiero que sepas, mientras aún me conservo cuerdo, que eres la brisa necesaria que genera el movimiento de mi “eterno retorno”, la vela grande de mi barco imaginario que se difumina en el horizonte, y que ya vuelve a por mi.
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D

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