enía siempre la expresión cansada, y casi nunca sonreía, a menos que fuera un día especial, y para él no debían de existir muchos de esos días en el calendario. Caminaba de un lado a otro deprisa, con el cuello erguido, como a trompicones. Detrás de si o a su lado solían ir su camarilla, yo nunca me consideré de su camarilla. Había uno muy alto, siempre con mala cara, que unas veces te saludaba y otras pasaba por el lado tuyo como si fueses una pelusa que ha conseguido esquivar el envite de la escoba y el recogedor. Ya se sabe que cuando uno sube en los escalafones empieza a comportarse de una manera diferente, a saber: empieza a hablar de una manera desaforada sin detenerse a escuchar, o indica con el dedo aquí y allá como se deben organizar las cosas, ¡ah! Y la nuca se vuelve rígida, de tal forma que ni se gira ni se agacha. Y este plebeyo que había conseguido ascender en los peldaños de la escalera hacia la silla ocupada por el “Todopoderoso” creía ser el artífice de todas cuantas mejoras había habido en la empresa. Nunca me fue del todo simpático este tío y es por esto que voy a parar de hablar-a la de ya- de él.
A decir verdad, nunca me llamó la atención su estatus, pues daba la impresión de que fuera un yugo; una especie de anillo, el cual va absorbiendo la personalidad del dueño, siempre exigiendo más, consumiéndolo a uno por dentro hasta tomar el control absoluto de sus actos. Y he aquí el motivo de porqué creía de su enfermedad, la que te priva de una sonrisa espontánea, la que hiela el gesto, la que me hacía sentir cierta aprehensión hacia su persona. Siempre fue un hombre respetuoso conmigo, y nunca tuve encontronazos serios con él. Era un tipo educado y hablaba muy bien, del cual se podría aprender mucho. Yo entonces era un lobo, un lobo estepario (esta condición me acompañará toda mi vida desde que leyera a Hermann Hesse) bastante sofisticado que había estudiado y observado desde la distancia, me había acostumbrado a hablar poco, de tal forma que el enemigo tuviera la menos información de mí. Ahora sí, una mirada a lo profundo de los ojos servía para declararme en todas mis intenciones. Y cuando hube de mirarle fue para transmitirle a su rostro cansado algo de serenidad. No se si me tendrá alguna estima este hombre de piedra, cierta vez me llamó “hijo”, pero luego pasaron semanas sin que nos cruzáramos dos frases seguidas. Y tampoco es que yo quiera molestarle, mi misión, pienso yo, consiste en allanar el camino para facilitar las cosas, hacer lo que se espera de mí, pura y llanamente.
Yo nunca he sido el favorito de nadie, quizás, de la única persona que he sido ojito derecho durante algún tiempo ha sido de mi madre, con ella siempre me he complementado bien, ahora, antes era un infierno.
Y bueno, ya lo dejo, termino este homenaje warholiano a las personas del “día a día”, las personas que no son conocidas, ni famosas, que no salen en portadas de revistas y lucen lujosos coches descapotables, pero que sin embargo, son las que generan el movimiento necesario para que todo funcione, el engranaje del mundo, en definitiva, nosotros, los currelas.
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D
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