Caminos de perdición

rulond se despertó confundido, y no sabía que hacer. Dio vueltas por la habitación con la mano en la barbilla y pensativo. Las ventanas de la habitación estaban cerradas, y se sintió como en una cárcel de cristal. Bajó la persiana, afuera hacían treinta y ocho grados, las calles estaban vacías, de vez en cuado se escuchaba pasar un coche, una moto, muy de vez en cuando. Encendió el ordenador y escuchó Nina Simone. Y se sintió que no tenía nada, que sus manos vacías sólo servían para cubrirse la cara, y que habían perdido el tacto para las caricias. Se preguntó en que momento se había perdido a sí mismo y porque daba vueltas en la habitación, como un gladiador que está a punto de saltar a la arena. Pero sin embargo, sintió muy dentro suyo que era el dueño de si mismo, que no se debía a nadie, que podría hacer, si quería, todo lo que se propusiese. Dio varias vueltas en la habitación más, tomó una ducha fresca, se enjabonó pausadamente pensado en varias mujeres que le traían de cabeza y a las cuales no se atrevía a hablar, sólo en esas circunstancias ellas accedían a complacerle. Le dolía la cabeza, pero el agua fría tuvo considerables efectos balsámicos en él. La casa estaba vacía, no se oían ruidos por ninguna parte, todo estaba oscuro, ni siquiera el perro y el gato se sabía por donde andaban. No se preocupo, anduvo por los pasillos ensombrecidos con el pelo mojado, oliendo a jabón. Tenía hambre. Encontró una olla recién hecha de espaguetis y comió; en el lavadero había una sandía enfriándose para la hora de comer. Vio, asomado a la ventana, como el tiempo se escurría y se le escapaba, no le importó, de veras no le importó. Todo lo que hizo fue cerrar los ojos, respirar hondo, esbozar una mueca a modo de sonrisa, y tenderse en el sofá, como un lobo solitario busca la sombra confortable en el fondo de su caverna.
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