e envié de paseo a sabiendas de que no vendrías. Y no volviste. Y me quedé esperando hasta que llegó la noche. Pasada la noche llegó la mañana, y aún seguía esperando. Como sabía que no vendrías, decidí sentarme en una roca en el borde del camino a esperar, y así, como cada día, cayó la noche. Llovía furiosamente. Dios, los ángeles y toda la corte celestial meaban sobre mi cabeza; y lanzaban contra mí rayos, truenos y plagas. Yo no me inmute por eso, y decidí seguir sentado. Llegó la mañana y salió el sol. Los cálidos rayos secaron mi ropa, y yo seguía sentado. Pasaron muchas mañanas y muchas noches y yo seguía esperando sin atreverme a abandonar mi puesto. Pasó el frío invierno con sus heladas y sus aguaceros, y yo seguía sentado. Llegó la primavera con su despertar de la vida, con sus amapolas rojas rodeándome los tobillos, con su verdor y su variopinto colorido. También ella se fue, dando paso al verano de cuarenta grados a la sombra, y este a su vez, al otoño de tonalidades marrones. Pasaron los días, los meses y los años, la década y la niña bonita. Llegó el cuarto de siglo y también pasó de largo.
Cuando volviste a por mi ya eras una viejita que se ayudaba de un bastoncito para caminar, y yo una estatua inmóvil al borde del camino. Los años habían pasado en vano, es cierto, y yo seguía sentado, esperando, al borde del camino.
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