e sentía como un caracol, el cual se desliza por el filo de una cuchilla de afeitar, muy despacito, sobre el filo de una cuchilla de afeitar.
Justo cuando baje del coche había dejado de deslizarme sobre mi reguero de baba, y respire hondo. Mi barrio me esperaba trémulo, como en un día lluvioso. Los balcones estaban chorreando agua y, de vez en cuando, de las cornisas caían unos enormes goterones. Las hojas húmedas en las ramas de los naranjos estaban cubiertos de miles de cristalitos diminutos. Caminaba escuchando un poco de música, y entonces me vino olor a tierra mojada, y a comida recién hecha por cada bloque que pasaba, pues era la hora de comer.
Estando ya en casa, mi hermana había ocupado mi sitio en la mesa, a la derecha de mi madre. Tuve que echarla de mala manera, pues de otro modo me resultaría poco efectivo. Estaba puesta la televisión. Ví las noticias pero no me interesé por ellas.
Miraba a la presentadora de reojo y escuchaba lo que decía. Siempre andan detallando las mismas penurias, contando el número de muertos en lo que va de día, los mismo pobres de siempre empobreciéndose irremediablemente más y más; y las mismas cacatúas de siempre perorando acerca de la crisis desde una tribuna. Y ya me basta con mis crisis personales como para inmiscuirme en las ajenas.
Comí en un suspiro, como los pavos, acaso huyendo del asedio de la caja tonta, y cuando volví a mi habitación –sano y a salvo- y empecé a escribir, era yo la cuchilla de afeitar sobre la que se desliza, muy despacito, un caracol.
TEXTO: D
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