a semana se ha hecho interminable y cuesta arriba, las noches se prolongan tediosas hasta ya muy entrada la mañana; y mientras la gente corriente aun se quita las legañas camino a su puesto de trabajo en un reguero de coches, yo bajo con la única idea de dormir un rato, dando volantazos a diestra y siniestra. Encima me ha dado alcance la enfermedad y se ha enquistado en mi ojo izquierdo, nublándome la vista. Y eso es una gran pérdida para alguien como yo que ha hecho del acto de observar su mayor virtud.
Mi hermano A. también ha estado ingresado una semana en el hospital aquejado de una infección. Es la primera vez que uno de de dentro del círculo enferma de cierta gravedad y hemos convenido todos en mi familia en mantenernos lo más unidos posible. Mi madre, la ‘jefa’ como él la llama, la piedra angular de todo este embrollo es quien lleva la batuta en todos estos asuntos, y su hermano, mi tío, que son los médicos de la familia. Y yo me he convertido en un perro flaco al que le acosan en demasía el picor de las pulgas, y los recuerdos y la mordiente consciencia me aguardan en cada esquina para asaltarme. No se que me pasa, solo hago pensar en cosas que ya deberían descansar en el fondo de un baúl. Las cenizas constantemente se vuelven en mi contra como su tuvieran vida propia; y aún con este crepitar insidioso de las llamas, se que no debe hacer en mi mella la fatiga, que esta amoral que voy construyendo y en la que poco a poco voy empezando a creer ciegamente es la que más me conviene. Se que este camino elegido no discurre precisamente hasta el cielo, ni esta asfaltado con pétalos de rosa. Más bien se trata de un atajo bastante tortuoso y lleno de peligros, y creo más acertado decir que por este pedregal se va uno deshumanizando conforme avanza, pues los endurecimientos en los pies y en el corazón hacen imperceptibles las piedras y los sentimientos.
Ni siquiera las palabras brotan espontáneas de mis labios, son hijas perezosas que mueren al filo de la lengua sin siquiera llegar a pronunciarse. Hay quienes me insisten para que diga esta boca es mía, para que mantenga una pose y una conversación en vilo, pero es que no me da la gana. Yo lo único que quiero es que el silencio me invada, que quien viene en mi persecución tenga la oportunidad de darme alcance, no voy a huir más. En este preciso instante me detengo, en este sitio dejo caer mi equipaje. Sólo yo quedo, que el destino disponga de mi persona. Que me muestre el amplio valle o la montaña elevada, que me acerque al precipicio y me haga una señal desde el cielo o me dé santa paciencia. Pero esta ambivalencia termina por enojar a cualquiera, incluido al Santo Job.
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