"pADRINO, PADRINO, SÁLVEME DE LA MUERTE, SE LO RUEGO. LA CARNE ESTÁ QUEMANDO Y SIENTO QUE LOS GUSANOS ME ESTÁN COMIENDO EL CEREBRO. CÚREME, PADRINO, SÉ QUE TIENE PODER PARA HACERLO; SEQUE LAS LAGRIMAS DE MI ESPOSA. DE NIÑOS EN CORLEONE, JUGÁBAMOS JUNTOS, Y AHORA ¿VA A DEJARME MORIR?, ¿NO SE DA CUENTA QUE TEMO IR AL INFIERNO POR TODOS LOS PECADOS QUE HE COMETIDO?"\ GENCO ABBANDANDO.
Por vez primera, Don Corleone se puso de pie para dirigirse
a los reunidos. No era alto, y estaba un poco delgado debido a los días pasados
en cama. No obstante, y aun cuando saltaba a la vista que había envejecido, no
cabía duda de que había recuperado su antiguo vigor, tanto físico como mental. — ¿Qué clase de hombres seríamos si careciéramos de la
facultad de razonar? — comenzó —. Seríamos como las bestias de la selva. Pero la
razón preside todos nuestros actos. Podemos razonar el uno con el otro, podemos
razonar con nosotros mismos. ¿De qué me serviría reanudar las hostilidades,
reanudar la violencia? Mi hijo está muerto, y su muerte es una desgracia que
debo soportar. ¿Por qué tendría que hacer que el mundo sufriera conmigo? Doy mi
palabra de honor de que no intentaré vengarme y olvidaré las ofensas pasadas.
Saldré de aquí lleno de buena voluntad. Permítanme decirles que debemos velar
siempre por nuestros intereses. Todos nosotros somos hombres sin un pelo de
tontos, que nos hemos negado a ser muñecos en manos de los poderosos. Y hemos
tenido suerte en este país.
La mayoría de nuestros hijos han encontrado una vida mejor.
Algunos de ustedes tienen hijos que son profesores, científicos, músicos. Sus
nietos serán, tal vez, los nuevos pezzonovante. Pero ninguno de nosotros quiere
que sus hijos sigan nuestros pasos, porque sabemos cuan dura es esta vida.
Todos creemos que ellos pueden ser como los demás, que nuestro valor servirá
para proporcionarles posición y seguridad. Tengo nietos, y espero que sus hijos
lleguen a ser gobernadores o, incluso, presidentes. Quién sabe, en América todo
es posible. Pero debemos empezar a luchar para ponerlos a la altura de los
tiempos. Ya ha pasado la hora de las pistolas y los asesinatos. Debemos ser
astutos como los demás hombres de negocios, y ello repercutirá en beneficio de
nuestros hijos y de los hijos de nuestros hijos. No tenemos obligación alguna
con respecto a los pezzonovante que se consideran a sí mismos como rectores del
país, que pretenden dirigir nuestras vidas, que declaran las guerras y nos
dicen que luchemos por el país. Porque, en realidad, lo que quieren es defender
sus intereses personales. ¿Por qué debemos obedecer unas leyes dictadas por
ellos, para su propio beneficio y en perjuicio nuestro? Y ¿con qué derecho se
inmiscuyen cuando pretendemos proteger nuestros intereses? Nuestros intereses
son “cosa nostra”. Nuestro mundo es cosa nostra, y por eso queremos ser
nosotros quienes lo rijan. Por lo tanto, debemos mantenernos unidos, pues es el
único modo de evitar interferencias, o de lo contrario nos dominarán, como
dominan ya a millones de napolitanos y demás italianos de este país. Por esta
razón resuelvo no vengar la muerte de mi hijo. El bien común es lo primero.
Juro que mientras yo sea el jefe de mi Familia, ninguno de los míos levantará
un solo dedo contra ninguno de los aquí presentes, salvo que la provocación sea
intolerable. Estoy dispuesto a sacrificar mis intereses comerciales en aras del
bien común. Esta es mi palabra de honor. Y todos los aquí reunidos saben que mi
palabra ha sido siempre sagrada.
Pero tengo un problema personal. Mi hijo menor
se ha visto obligado a huir, acusado de las muertes de Sollozzo y de un capitán
de la policía. Debo hacer cuanto esté en mi mano para que regrese a casa, libre
de esos cargos falsos, y sé que ése es un problema exclusivamente mío. Sí, he
de buscar a los verdaderos culpables o, en todo caso, convencer a las
autoridades de la inocencia de mi hijo. Es posible que los testigos rectifiquen
sus declaraciones, que se retracten de sus mentiras... Repito que es un asunto
que debo resolver yo, y creo que finalmente mi hijo podrá regresar. Bien. Pero
quiero que sepan que entre mis defectos se cuenta el de ser un hombre
supersticioso. Es ridículo, lo sé, pero no puedo evitarlo. Y si mi hijo menor
sufriera algún desgraciado percance, si algún policía lo matara
accidentalmente, si lo encontraran colgado en su celda, si aparecieran nuevos
testigos de cargo, mi superstición me haría creer que ello se había debido a la
mala voluntad de alguno o algunos de los aquí presentes. Quiero decirles más;
si mi hijo resulta herido de muerte por un rayo, culparé de ello a los aquí
reunidos; si su avión cae al mar o su barco se hunde en las profundidades del
océano, si contrae unas fiebres mortales o su automóvil es arrollado por un
tren, mi ridícula superstición me hará creer que la culpa la tienen ustedes.
Señores, esa mala voluntad, esa mala suerte, no podría perdonarla jamás. Aparte
de eso, les juro por el alma de mis
nietos que nunca romperé la paz que hemos acordado.
Después de todo ¿somos o no somos mejores que esos
pezzonovante que han matado a millones y millones de personas en nombre de la
patria?. Pronunciadas estas palabras, Don Corleone se acercó a Don
Phillip Tattaglia. Tattaglia se levantó y los dos hombres se abrazaron y se
besaron en las mejillas. Los otros jefes se pusieron de pie y, después de
aplaudir, se estrecharon mutuamente las manos, celebrando la amistad de Don
Corleone y Don Tattaglia. La recientemente sellada amistad tal vez no fuese muy
calurosa, pero sí respetable. Aunque jamás se cruzaran regalos de Navidad, por
lo menos tampoco se matarían el uno al otro. En su mundo, esa amistad era
suficiente.
tEXTO: Es un extracto del libro de Mario Puzo titulado 'The godfather' \ iMÁGENES: Extraidas de la película 'The godfather” dirigida por Francis Ford Coppola
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