Carmen

Carmen tararea una cancioncilla al otro lado de la habitación, o son muchos ritmillos cantados alegremente sin ton ni son, silva y se mueve como una bala de aquí para allá. Luego cuando se percata de mi presencia se acerca y me pregunta lo que lleva preguntándome estas tres semanas anteriores: “¿Oye, hiciste las paces con tu novia?” Sin preocuparse en añadirle el prefijo ex.
La verdad es que no se que responderle, me pone en un compromiso, contra las cuerdas. Para evadirle, le confieso que hace tiempo que no se de ella y que supongo que debe de estar bien. Luego me escabullo pensativo a mi habitación.
A Carmen la conozco desde que era un niño. Ella es la mujer que hacía la limpieza en mi casa mientras mi madre y mi padre estaban trabajando. A veces me preguntaba la conjugación de los verbos, y la tabla de multiplicar que tenía que estudiar para la escuela; lo que ella siempre que puede me recuerda con entusiasmo, pues yo era un poco despistadete y no me terminaba de aprender bien la lección.
Cuando la conocí no tenía marido, y hace unos años encontró al hombre de su vida, “a la vejez viruela” como se dice. Pero se le ve muy feliz, y lo recalca siempre que puede. Dice que su pareja es muy buena porque se muestra comprensivo con el manojo de nervios que es ella. Y la verdad es que sí, le encanta tomarse los cafés cargados y fumar algún que otro cigarrillo de seguido, y hablar por los codos.
Para referirse a mi “cariñosamente” o algún otro miembro de la familia, — gato y perro inclusive, aquí no se libra nadie — me llama al grito pelado de cabrón, o hijoputa o cualquier otro apelativo “cariñoso” que se le venga a la cabeza. Tiene su gracia encontrarte junto a una metralleta de improperios, y acudir al grito de "joio-por-culo" como si eso fuese lo más normal del mundo.
Hoy mientras limpiaba ha encontrado en mi habitación un anillo que hace meses que no veía, siquiera recordaba que lo tenía, debió ser el mismo que perdió Sauron aquel fatídico día. En esta casa mía desaparecen las cosas sin dejar rastro, un día están y al día siguiente han desaparecido como por arte de magia… y no preguntes, esa es nuestra máxima, no preguntes. Nunca se sabe con certeza quien es el culpable, aquí las cosas simplemente ocurren. Pero a lo que iba, el anillo. La sortija refulgía entre sus dedos, y ella sonreía como el que ha encontrado un tesoro, todavía el suelo está mojado por partes, y yo sostengo una taza de café en mis manos. Le agradezco que lo haya encontrado y le pregunto que cual es la canción que anda canturreando toda la mañana. Ella me responde tan alegremente que “lo que le sale del Jigo”
“Ah, vale”, digo sonriendo, “gracias por encontrarlo” y le pego un sorbito largo al café.

tEXTO: D

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