El señor de los grillos

Sólo conseguí sentirme persona cuando bajó por mi garganta el primer trago, sentí que el resto del tiempo había estado ausente, y que con este pequeño trago escenificaba el reencuentro conmigo mismo. Si, era bien cierto, me pasaba el día asomado a una ventana tapiada, esperando sin saber que, como si de un momento a otro fuese a ocurrir lo inesperado, mas todo lo que sucedía era redundante: siempre al eslabón le sucedía otro eslabón, concatenándose los unos con los otros, y nunca se llegaba a encontrar la bola al final de la cadena, tampoco el píe engrilletado. Y la alegría desaparecía con la misma calma con que se arranca un brote tierno, como se despoja de un juguete a un niño. Y en tanto que la redundancia se alojaba en mis estancias sentíame libre de la opresión que ejercía yo sobre mi mismo. Podían pastar las ovejas en mi jardín a su libre albedrío, sin que yo me inmutase, sólo hacía lo que se espera de mí, que no ha de ser mucho: tiraba piedras contra el tronco podrido de un nogal –a veces no hacer nada es hacer algo–, deambulaba de mañana a tarde por aquel prado de ensoñación en el que nada sucedía, lanzaba piedras rebotándolas sucesivamente sobre la superficie de un lago.
Algunas veces, para mi alegría, en el ancho y verde prado por el que ahora caminaba, recortándose contra el cielo, posándose en diminutas florecillas se detenía una mariposa de fabuloso colorido a libar el néctar, y al instante volvía a saltar al aire: meditabunda y borracha de vida se alejaba entre vaivenes por el pastizal. Y luego estaban aquellos pequeños grillos que saltaban locamente de un sitio a otro llamándose los unos a los otros en un tronar de cris cris. Me detenía aquí y allí a observar aquellas diminutas criaturas que se mimetizaban con la hierba, y las pequeñas setas de color blanco que despuntaban por entre las briznas, y que espigadas se estiraban transformándose en bellísimas ninfas en la mente de algún escribiente con pretensiones a escritor.
Bajaba este trago por la garganta remontándome acaso a los años de la niñez. Recuerdo haber estado siempre acompañado aunque a mi lado no se hallara nadie, como ahora, y me doy cuenta abrumado de que la vigilancia del “Ojo-que-todo-lo-ve” nunca se ha apartado de mi sin dejarlo todo atado, caminar siempre he caminando escoltado por un operativo de ángeles custodios; como en ‘El juego de Ender’ en el que el protagonista lleva incorporada un monitor en la nuca, desde el que es observado, para ver lo que el ve, para escuchar lo que escucha, para saber lo que piensa, para comprender sus acciones. Y en este tránsito de la garganta al estómago, en este viaje de vuelta al fondo de la caverna platónica, allí donde arde el fuego del origen que inexplicablemente no se apaga, que arde y arde consumiendo el oxígeno porque ya no hay madera que lo alimente, que sigue cociendo en el caldero a fuego lento, entre vuelta y vuelta de la cuchara, esta poción mágica que he estado bebiendo desde entonces.
Me siento alrededor de la lumbre y espero, el humo sube balanceándose dentro del habitáculo, las rodillas empiezan a calentarse. Cierros los ojos y espero, de eso se trata precisamente. Quien ha de recibirme aún no ha llegado, no tardará mucho en hacerlo. Los cris cris aún resuenan en mi cabeza, afuera se ha hecho de noche, yo, inexplicablemente, en una suerte de narcolepsia, me voy quedando dormido.

tEXTO: D'

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