La mirada vacía

Dicen de la profesión de reportero de guerra que debes dejar a un lado los sentimientos si quieres hacer bien tu trabajo. Algo no muy difícil, pues en la guerra lo que precisamente no abundan son los sentimientos. Sin embargo, no comprendí el punto al que puede llegar la indolencia humana hasta que no la sentí en mi propia piel, aquella fría mañana que presencié imponente el asesinato de dos niños y su padre.

Parapetado tras el objetivo de una cámara, la vida se contempla lejana, irreal, y te sientes un voyeur de la realidad que no debe ni quiere participar de ella. Como el investigador que se convierte en espectador pasivo para no alterar el objeto de su estudio. Así somos los reporteros de guerra, espectadores que ponen sus ojos al servicio de aquellos que no pueden ver. Por eso quise hacer de esta mi profesión, por enseñarle al mundo lo que sólo unos pocos son capaces de ver.

Por entonces, aún no sabía que para despertar conciencias tenía que sacrificar la mía.
Tenía suerte si alguna de mis fotos la compraba un periódico nacional, o incluso si el comprador era un suplemento o una revista especializada de escasa tirada. La mayoría acababan almacenadas en algún cajón de mi escritorio o en el disco duro de mi ordenador, y sólo veían la luz en exposiciones minoritarias a las que la gente acudía sin ganas de remover su conciencia. Pero sólo con que una sola de esas personas sintiera al verlas tristeza, rabia, dolor o cualquier otro sentimiento similar me animaba a seguir trabajando día a día. En cambio, mi capacidad para sentir se iba atrofiando poco a poco, y las escenas de violencia, los cuerpos mutilados, las casas destrozadas por la metralla enemiga, todo a mi alrededor se iba convirtiendo en simples ecuaciones fotográficas. Un hospital calcinado. Diafragma F 11, velocidad 1/60 segundos. El cuerpo de un joven soldado semienterrado en el fango. F 5’6, 1/250 seg. Un niño de siete años armado con un kalashnikov. F 4, 1/500 seg. El cadáver de una madre que aún lleva en sus brazos a su bebé de pocos meses. F 8, 1/125 seg.

Aquella mañana la ciudad amaneció envuelta en esa sucia neblina que uno ya no sabía si era fruto de la humedad o de la pólvora vertida durante la noche. Con el instinto característico de los muchos conflictos vividos, seguí a una patrulla de soldados que se dirigía a una pequeña aldea cercana, seguro de que allí encontraría más carnaza con la que alimentar mi sed fotográfica. Pronto me di cuenta de que mi instinto seguía tan fino como siempre.

El jeep militar paró ante las primeras casas de la aldea, apenas una veintena de construcciones que había sido evacuada días atrás, al principio de los bombardeos. Dejé mi coche escondido tras unos árboles y busqué refugio en lo que antaño pareció ser un próspero negocio de comida y ahora era un amasijo de escombros agujereado por la metralla.

Lancé varias fotos al saqueo al que se entregaron los militares, sin lograr nada interesante que no hubiera captado ya en decenas de ciudades y aldeas sin nombre como aquella. Mi suerte cambió cuando, tras abrir a patadas una puerta, un soldado sacó a rastras a un campesino de unos cuarenta años que se había negado a abandonar su hogar pese a las advertencias. Detrás de él, con el rifle de otro de los soldados apuntándoles, un niño de unos diez años y una niña de trece apenas podían contener el llanto.

No hacía falta ser un experto en fotografía para adivinar que ahí estaba la imagen que buscaba. Sólo era cuestión de esperar y disparar en el momento adecuado.
Tampoco era necesario ser un gran entendido en el idioma local para comprender la conversación que mantenían a gritos el que parecía ser el jefe de los militares y el aldeano. Los soldados miraban lascivamente a la pequeña mientras el padre suplicaba que dejaran a la niña en paz a cambio de todo lo de valor que había en la casa.

El soldado que custodiaba a la pequeña pareció cansarse de tanta discusión e intentó zanjarla como sólo una persona de su intelecto sabe hacer. De un tirón arrancó parte del vestido de la niña, dejando su pecho al descubierto. Las risas socarronas de sus compañeros no hicieron más que anticipar la tragedia. Cuando el hermano pequeño de la niña quiso protegerla, el soldado le entró miedo y reaccionó disparando su arma contra él.

El estruendo del disparo resonó con un eco mortal en aquella aldea fantasma, donde la muerte había vuelto a ganarle un pulso a la vida. Tan potente fue el impacto que sentí despertar en mí la conciencia arrinconada durante años en lo más profundo de mi mente, y, por unos instantes, la cámara se convirtió en un obstáculo que me impedía ver y sentir la realidad.

El disparo también congeló la acción durante un segundo que se hizo eterno. El capitán de los mercenarios parecía de los más sorprendidos por lo ocurrido, incluso el autor del disparo se quedó paralizado mientras el cuerpo del niño caía inerte a sus pies. Las risas dieron paso a un tenso silencio en el que se hizo más claro el llanto de la niña y el grito desgarrado de su padre, que se abalanzó sobre el asesino ante la pasividad de sus captores. Con la rabia y la furia que da el dolor, tumbó de un solo golpe al soldado y hubiera seguido golpeándole hasta matarlo si este no hubiera levantado su arma y vaciado su cargador en él.

Sólo quedaba entonces la niña, de rodillas en el suelo, intentando cubrir su desnudez al tiempo que lloraba y gritaba de dolor con unos chillidos que me helaron el alma. Entre el caos generado, el capitán retomó el mando y pidió explicaciones al soldado que había ejecutado los disparos, que se limitaba a balbucear una excusa y señalar a la muchacha semidesnuda como si ella tuviera la culpa de todo.
Entonces, supe lo que ocurriría a continuación.
El capitán sacó su arma y la colocó en la nuca de la niña. La mataría si yo no hacía algo para evitarlo. Pero, ¿el qué? Mi única arma y escudo era una identificación de prensa y un chaleco en el que se podía leer “PRESS” en letras negras. La presencia de un reportero allí quizá les hiciese huir, conscientes de la importancia de la opinión pública internacional en conflictos como este. O quizá y más probable es que mi nombre aquella mañana pasase a engrosar la larga lista de periodistas caídos ejerciendo su profesión.

Hay decisiones que cuesta una vida tomarlas, y otras que se toman enseguida pero que se recuerdan toda la vida. No me siento orgulloso de lo que hice, pero siempre que lo pienso llego a la conclusión de que era la único que podía hacer.

Busqué el mejor encuadre, enfoqué el objetivo y pulsé el disparador. F 2, 1/1000 seg. Y durante una milésima de segundo, el obturador se cerró impidiéndome ver cómo la bala perforaba el cráneo de la niña.

La instantánea dio la vuelta al mundo y fue portada de muchos diarios no sólo nacionales sino también internacionales. Se convirtió en un icono en la lucha contra las guerras y sus crueldades. Gané numerosos premios, muchos de los cuales ni siquiera sabía que existían. Yo, mientras tanto, me dedicaba a recibir los halagos y las felicitaciones con la misma automatización con la que trabajé a partir de entonces.

En las pocas ocasiones en las que el remordimiento me asalta, me consuelo pensando en la de consciencias que agité, y me autoengaño considerando la de vidas que he podido salvar al sacrificar una de ellas.

Los que me conocen dicen que aquella foto me endureció. Yo creo más bien que me vació. Desde entonces, detrás del objetivo de mi cámara nunca más hubo una persona, sólo una mirada que no siente.

06/09/08

TEXTO CORTESÍA DE: Álvaro Ruiz \ ‘La mirada vacía’ FOTOGRAFÍA: AFP \ 07-04-2010

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