Lo que a los hombres nos es ineludible

as nubes avanzaban raudas sobre la ciudad, como si corrieran a enfrentarse a un enemigo que huye despavorido, se resguarda esquivamente debajo de un paraguas o un techado. Se concentraban en oscuros nubarrones, avanzaban desde retaguardia, luego se disparaba el “flash”, retumbaba el cielo, y estallaba el trueno. La ciudad era una marea de luces rojas, verdes y ámbar; de ventanas envahoecidas, de lucecitas y decoraciones Navideñas, de cientos de propósitos pululantes esperando en las marquesinas a que llegara el autobús, que aún habría de tardar unos minutos. El viento soplaba iracundo meciendo violentamente las copas de los árboles, tronchándoles las ramas en su camino, desplazando los contenedores. Tenía un paraguas blanco con dibujos de flores que me había comprado, un poco indiscreto, a ser sincero, pero bueno, ahí que iba yo a la aventura. Iba tomar unas cervezas con unos amigos; amigos de toda la vida, pero que andan cada uno por su lado viviendo su vida, realizando su sueño. Les digo que llovía a cántaros, y que nos dirigíamos a una cervecería internacional a degustar el preciado líquido oro, unos cuantos chicos y chicas, novias de mis amigos y demás. Me sentía espléndido tras mi jersey a rayas y mi bufanda; y después de dos botellines, empezaba a azorarme la alegría, reía distendido, miraba aquí y allí, observando a las mujeres que entraban. También ellas me miraban, es difícil para mi el no pasar desapercibido en mi vida diaria, y ya ni siquiera me pregunto porqué me miran, he ahondado en la idea de que ya no es sólo por mi diferencia, (la diferencia te hace vulnerable) sino que pienso que les resulto atractivo de un modo u otro. Suelo ser bastante respetuoso y amable, y ahora que puedo, muestro mi mejor sonrisa. Esta, la sonrisa, es una de mis armas favoritas en el arte de la seducción, pues es lo que, al fin y al cabo, puedo ofrecer al mundo.
Con mi tercer botellín empezaba a sentirme “piripi”, la alegría nacía en lo hondo de mí ser y se expandía hasta enlazar con todos mis sentidos, alcanzando así el éxtasis. Entonces miré mi mano, y en mi dedo anular ya no refulgía el anillo de cinco hendiduras, le había perdido la pista, y ya no lo encontraría. Sentía la necesidad de verlo en mi mano desnuda una última vez, y experimentaba cierta nostalgia al haber perdido tal objeto, como si una parte de mí se marchase con él: —hasta aquí hemos llegado, ahora nos separaremos, todo lo que tenía que darte, ya te lo he dado— me dice. Supe que nunca más lo encontraría, acaso se fue sin despedida, como el que se marcha de un sitio al que ama y se siente umbilicalmente unido, y del cual resulta embarazoso despedirse sin que las lágrimas le asalten a uno los ojos. Dicen que el repliegue, el retroceder, el dar marcha atrás es una de las tácticas más complicadas en el arte de la guerra. Y sin embargo, para mí se ha convertido en algo habitual, como el contar uno, dos tres, cuatro y cinco. No es un secreto, suelo usar la práctica de tierra quemada en estos casos, nada queda tras el retroceso, siquiera la presencia de un estado anterior.
A veces, en esta huida precipitada, he ido perdiendo piernas, brazos, dedos, porciones de alma en el camino, pero todo lo que ha ido quedando atrás no han sido más que despojos que de una u otra forma debe uno desprenderse. Tal vez con la mutilación, la pérdida, uno se hace más fuerte en si mismo, y lo que queda son las partes más eficientes de nuestra fisonomía, las articulaciones de élite.
Y bueno, estando embriagados por el espíritu de la navidad, periodo de paz, está de más hablar de guerras y miserias, de modo que, volvamos a la senda.
Caminaba ya de vuelta, esquivando charcos en el camino, ahuyentado por los “flashes” en la lejanía que se aproximaban peligrosamente, el viento zarandeándome como a un monigote, y entonces tuve esta visión: todo estaba teatralmente oscurecido. Un paraguas rojo refulgía de luz delante de mí, una persona bajo él caminaba con pasos presurosos, la lluvia caía desde el frente, obligándome a bajar el paraguas, y cuando lo volví a levantar, delante de mí no encontré a nadie… yo estaba solo.

TEXTO: D

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