Cartas que nunca recibiras

entí miedo, tanto que se me atrofiaron los músculos, tanto que dejé de respirar, tanto que dejé de sentir, tanto que dejé de pensar. Dejé de pensar y comencé a comportarme como un ser normal, nada de lo que se dijese a mí me importaba, tan solo yo actuaba, mostraba el fruto, con eso debía valer. Mis enemigos a un lado y a otro iban abriéndose; portaba yo mi luz, seguido iba por mi larga sombra, nada me importaba, tan sólo quería que todo terminase. Ellos me miraban extrañados, yo el último de los hombres, el que cerraba la fila, sería el primero que entrase por las enredadas callejuelas de oro. Subía entonces por las callejuelas empedradas, con la frente llena de sudor. Mis pocos amigos, desde algún lugar en la lejanía, observaban mis movimientos. Caminaba por debajo de los balcones trenzados por las ramas de las parras y las hiedras, por los ventanucos en las paredes blancas, apoyadas las macetas de geranios en el alfeizar. Pasaba por delante de una fuente y oía el murmullo del remanso, escuchaba las voces de las ninfas del agua, entre el revoloteo de las abejas, decían que todo lo que empieza debe acabar, que nada queda suspendido en el tiempo, excepto el recuerdo y la obra de los inmortales genios. Todo debe terminar hoy, pensé, mi final está cerca, tanto que puedo palparlo en el ambiente, cortarlo con mi cuchillo metafórico. Por las callecitas estrechas de mi niñez, aún creo estar escondiéndome detrás de una tapia, oyendo los pasos sigilosos de mis perseguidores. Un gato negro se me cruza en el camino, me dice hola y adiós, restregándose en mis pies, mueve la cola. Le digo que ya es de día, hace un buen rato que amaneció, es temprano aún para la vida, pero nunca es tarde sin embargo para la dicha.
--
D

No hay comentarios:

Publicar un comentario