Los hombres que no amaban a las mujeres

Aquella chica me miraba, y yo no podía quedarme indiferente, en cierto modo me intrigaba.
En otra etapa de mi vida hubiese mirado hacia cualquier otro lado, escurrido el bulto, lavado las manos. Pero me miraba como si me conociese de toda la vida, inquisitivamente, quería que pagara los veintidós con cincuenta por su lectura y que abriera las tapas del libro, y que me sumergiera en su lectura.
Yo había escuchado ya de ella: “la trilogía de culto”, “no se qué no se cuanto”, “bli, bli, bli, bla, bla, bla”; pura parafernalia, en fin; pero si ahora el primer tomo lo acariciaba entre mis dedos, eso era porque había visto el libro en la calle; en las manos de una chica, la cual tomaba el sol y leía de pie, en la orilla de una cala.
¡Oh! Yo tenía mis dudas, pensaba que la editorial había montado todo ese bombo y platillo para vender libros como churros. Para que cualquier “pinche” que no ha abierto un libro en su vida pudiera subirse a la cresta de esta ola, y saborear así sus mieles.
Pensaba que todo lo que se anuncia a bombo y platillo no siempre se debe leer, pero eso que importa, importa que tenia los veintidós con cincuenta, y que, a fin de cuentas, no fui yo quien eligió al libro, sino que el libro me eligió a mí.

TEXTO: D

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