a mosca quería escapar, pero no podía porque se había quedado atrapada en el cristal de la ventana. Una vez y otra volvía a chocarse contra el cristal sin que ningún cambio se produjese. La estaba observando, y así me distraía de los pensamientos que empezaban a atormentarme. Miraba a través de la ventana los edificios de enfrente, corría una leve brisa y balanceaba la copa del árbol que hay en medio de una plazoleta, donde juegan los niños a la pelota, desde donde yo contemplo el paso inminente del tiempo. Tenía la pantalla del portátil justo delante de mí, y los dedos dispuestos sobre el teclado. Quería empezar a escribir algo, y esperaba a que de un momento a otro prendiese la chispa de la creatividad, la frase inicial, esperaba con el arco tensado dispuesto a soltar la flecha; sin embargo lo único que aparecía en mi mente era la dichosa mosca revoloteando de un lado para otro. Pensé en cometer un homicidio, nadie me juzgaría por ello, podría acecharla y luego darle muerte, en el silencio de mi habitación; sin embargo imaginé que esta mosca podría tener la minúscula cabeza de una persona, habiendo escapado de un laboratorio, yendo a parar justo delante de mi vista, entre las hojas de mi ventana. Imaginé también que esta cabeza pudiera ser la mía, y que mi cuerpo de mosca, estuviese intentando escapar en vano, mientras un chalado intenta inspirarse esperando con los dedos dispuestos sobre el teclado. Es difícil siendo mosca escapar de las trampas urdidas por el hombre. Recuerdo en un campamento de verano que estuve de niño, en un pueblo muy pequeño de Guadalajara, de cuyo nombre siquiera puedo acordarme, en el cual abundaban las moscas. Había tantas que era imposible dormir la siesta al raso sin que se te posasen en el cuerpo haciéndote cosquillas y despertándote, o posándose en los labios, o cayéndose en el plato de comida, junto a la ensalada o la hamburguesa. La trampa consistía en unas tiras con pegamento, y cuando las incautas se posaban sobre la tira se quedaba irremediablemente atrapadas en el ungüento, sin posibilidad de escapar. Mirabas al techo y te encontrabas con la piña de moscas, todas allí arrejuntadas, moviendo las patitas y las alas, intentando zafarse sin ningún éxito, allí prisioneras enfrentándose a la muerte; mientras debajo, nosotros reunidos comíamos hamburguesas y ensalada, mirando hacia arriba, también prisioneros, en el culo del mundo, entre misas y charlatanería, intentando acercar lo más posible nuestras almas a Dios, siguiendo la senda del más recto de los caminos a escoger.
Imaginé que esa cabeza de persona con cuerpo de mosca podría ser yo mismo, por eso la dejé escapar, y porque en los años que llevo en mi habitación ellas han sido mi única compañía segura, aparte de los libros, pero ellos no cuentan, no sienten, sólo consiguen hacerte sentir.
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