Anna y yo

Anna y yo solemos vernos en la terraza de un bar, muy cerquita de un parque, al lado de mi casa. Tomamos un café o helado y hablamos durante un rato, casi siempre menos de lo que me gustaría. Si la veo es porque está de paso por aquí en Sevilla, descendiendo de un tren o yendo a coger un avión hacia alguna parte del planeta. ¡Oh! no les he dicho, mis queridos amigos y amigas, que ella es uno de mis ideales de mujer, acaso porque es todo lo contrario a mí y los polos opuestos se atraen de una manera especial. Si yo he llegado hasta aquí, y lucho por mantenerme en mi puesto, con uñas y dientes, sin afligirme, como si no existiera un lugar mejor en el mundo que este; a ella por el contrario le gusta viajar y conocer sitios nuevos, aprender un nuevo idioma, gente nueva y esas cosas. Anna es un nombre figurado, podría haberle llamado de cualquier otro modo, seguiría dando igual. Si les hablo de ella es porque acaso sea la única amiga que me queda, antes que ella tuve alguna otra, y creo que a esta también la terminaré perdiendo, tarde o temprano, como todo.
Lo de la amistad es una cosa harto complicada, sobre la que yo no se como definirme, ni posicionarme. Me gustaría creer en el concepto romántico de la palabra, lealtad y esas movidas que dichas por alguien quedan tan bien, aunque ni ellos mismos se las traguen; pero suelo tender a pensar de las manzanas rojas que cuelgan de las ramas del manzano que son demasiado tentadoras para pasarme desapercibidas, y si alguna vez muerdo el fruto del árbol prohibido, será porque no me ha quedado otro remedio que hacerlo. Disculpen a la pobre culebra, que nada tiene que ver conmigo, que lo único que hizo fue pasar por allí de casualidad, resguardándose del calor, buscando un poco de sombra bajo el árbol del conocimiento.
Todo ese rollo del amor está bien, sobre todo las caricias, los arrumacos y el trance de los dos primeros años, lo que dura el amor supuestamente, y luego se convertirá en cualquier otra cosa en proceso de descomposición, una margarita deshojada, llamémosle costumbrismo o yo que se.

Cupido debe ser un eunuco sin puntería, que anda dando tumbos por cualquier rincón del globo, cazando mariposas y persiguiendo unicornios azules. Y si alguna vez me lo encuentro, le tengo guardada un par de sorpresas, que creo, no le van ha hacer tanta gracia como a mí. Pero acaso Cupido, aún en su eunuquismo y su mala puntería, no sea el culpable de todos mis males, ya que yo soy un tímido consumado, y si alguna vez, con sus flechas ha hecho diana en alguna dama, yo por el contrario me he dedicado ha estropearlo todo; ya que soy malísimo interpretando señales. Si alguna vez caí sobre el cuello de una incauta con éxito fue porque la cosa estaba cantadísima, y aunque supe mantenerlas durante algún tiempo, luego se echó todo a perder.
Pero con Anna no ha pasado nada de eso, una vez le dije que me gustaba, antes de que se fuera de viaje a algún lugar en el extranjero, ella me dijo que también sentía algo parecido conmigo, pero que tenía que volver, que estaríamos tan lejos el uno del otro que no tendría sentido mantener una llamita viva. En realidad tenía toda la razón del mundo, je, je… pero acaso esa noche lo hubiésemos pasado tan bien.

Y como Anna ya está fuera de mi alcance, he dejado de preocuparme por lo que sentía, la he vuelto a ver dos o tres veces mas, siempre en el mismo sitio, durante una media hora más o menos, antes de que partiera en un nuevo viaje hacia algún lado. Mientras bebemos el café, o la cerveza, según el momento. Solemos hablar de cómo nos va, de los chicos que le gustan a ella, y me pregunta si yo ando enamorado de alguien. No me gusta responderle, ni saber los chicos con los que anda ella. Le suelo responder, que ando trabajando mucho, que no tengo tiempo de conocer a nadie ni acostumbrarme a ella (otra vida arruinada en mi haber), que aún no estoy preparado, que soy una hormiga laboriosa –y no una cigarra- que va preparando el terreno por si acaso encuentra un roto para este descosido. Ella suele reir y mirarme con sus brillantes ojos negros. Nos damos un abrazo, dos besos, uno por cada mejilla, nos decimos adiós, nos deseamos suerte. Luego echamos a caminar cada uno hacia nuestros destinos. Nunca me da por mirar hacia atrás, por miedo a no se qué, supongo que al compromiso, y porque en Sevilla los ciclistas son unos majaras que no respetan las señales, ni los semáforos ni nada; y hay que ir atento, un descuido se paga caro.
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D

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