l final se había cumplido mi sueño. Y este sueño no era más que encontrar un trabajo digno. Tener algo de dinero en los bolsillos y no solo calderilla como venía siendo habitual en mí. Había imaginado ese momento con suficiente ilusión, hecho muchos planes para cuando llegara el momento. Caminos que recorrer en compañía de, regalos que hacer a. Bien era cierto que ahora mis manos estaban llenas de heridas a medio curar, que raro era el día en el que no aparecía un nuevo corte, y las uñas se ennegrecían con demasiada frecuencia y que había entrado en una disciplina impensable en mí. Ya no me costaba levantarme a las seis o a las cinco, dormir de noche o de día, estar doce horas de píe yendo de un lado a otro sin parar, sin caer en el desánimo de decir, ¿que estoy haciendo yo con mi vida? ¿Es este lugar seguro para mí? Esquivaba muchos pensamientos y dudas a lo largo del día y cuando iba cayendo sobre mi el desánimo, la aflicción, cuando ya se rompían mis defensas, cuando ya el enemigo campaba a sus anchas dentro de mí haciendo rehenes y librando las últimas batallas entonces yo conseguía aislarme en la lejana estepa del lobo, en la que a leguas no había nada. Silenciaba yo estas voces malditas a base de más trabajo. Si la espalda informaba que estaba cansada, si los pies dolían, si las manos sangraban si el malestar se acumulaba arrugándome la frente y enfriando el gesto entonces yo me decía: Ya no eres un niño, ¡empieza a comportarte como un hombre! Al fín había aprendido a obedecer, yo que no soporto tener jefes, pues bien, en mi nuevo puesto eran cientos los jefes que había, incluso el compañero raso daba órdenes a diestro y siniestro.
Y la felicidad ha llegado en su modo de dinero. Bien se que el dinero no da la felicidad sino gustito momentáneo, que la felicidad de tratarse de otra cosa muy distinta. Pero ahora miro atrás y me veo en mi etapa de estudiante, cuando no tenía pasta para salir con mis amigos y tenía que pedir un préstamo porque la paguita que me daban mis padres no me llegaba ni para ir al cine y tomar unas palomitas. Y me veo volviendo a casa desde la escuela hecho un asco, con las manos en el bolsillo y planeando un atraco en el Jamón o el Día. En aquella etapa mi poder era el tiempo, podía vagar durante horas, sin dinero si, con un amigo recorriendo la ciudad en moto o tirado en el césped del Rectorado viendo pasar la mañana y jugando al hackie, con un cigarrillo siempre alumbrándome el bigote. Entonces mi disciplina era nula, era un chaval, nada me preocupaba salvo vivir el instante, la sensación de libertad, coge y quémalo venía a ser mi lema.
Ahora es al revés, lo que me falta es el tiempo, el aire, el césped, la mañana, el cielo azul la compañía de mis amigos y lo que me sobra es la monotonía, la jornada de 8 horas, la cara de perro del jefe, los gritos del coordinador, los paseos de los peces gordos que bajan las escaleras de vez en cuando para ver que aire es el que respiran los empleados, los tirones de las orejas cuando algo no sale bien, los cuchicheos en las esquinas, el tira y afloja de todos contra todos, el ruido, la fechadora, ver a través de la ventana que hace un día de espléndido y yo ahí encerrado entre cuatro paredes, el olor a acetona, los tacos de papel, las cajas, la luz artificial, los sobres, los partes, el reloj que me recuerda mi hora de salida, las tiras de papel, las transpaletas, las batas de color gris que nunca me pongo, los cascos para el ruido, etc. Claro que sigo manteniendo mi lema del coge y quémalo, pero ya no es el instante lo que prendería, sino todo aquello que me sobra, del primero al último, sin excepción, como en las fallas.
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D
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