Noche

aminaba en la oscuridad hacia la parada del autobús. Fumaba un cigarrillo para calmar los nervios. En la parada me senté a esperar y vi como las luces de los coches parecían ríos desbordados de color. La noche estaba serena, tanto que en mi corazón se partió una lanza y sentime apenado en un instante. Llegó el Autobús, línea 152. Subí a él e hice lo de siempre: observar, observar como un búho.

Sentado allí, mullido en el sillón había dejado de preocuparme y ahondaba en los pensamientos más extraños. Llegue a la conclusión de que la huida que protagonizo, pues yo soy un fugitivo, un fugitivo que corre con los pies descalzos, no me llevaba a ningún lado, que tarde o temprano caería presa de mi perseguidor, y que entonces que sentido tenía que yo corriera a pie, en autobús o en un Ferrari, y daba igual a donde pudiera esconderme, pues el mundo es amplio como un pañuelo pero ya estaba yo herido de muerte e iba a derrumbarme dentro de poco, a los pies de mi sabueso. Pensaba ayer en ti, a ti de quien yo huyo y mucho temo ser encontrado, a ti a quien me esfuerzo en olvidar, pero acaso esto me sea tan imposible como el hecho de retornar al principio. Pero ahora no soy el mismo que inicio la huida, en la carrera a través de los bosques y los valles, a través de los caminos más inhóspitos imaginables mis pies se han hecho fuertes, mi pulmón resistente, mi voluntad incorruptible, mi cabeza templada y mi mano lo mismo se cierra en un puño que se tiende amable. Y el niño que habitaba en mi entonces, ha muerto en beneficio del hombre. Entre él y yo ha sucedido algo impensable: el crecimiento, la metamorfosis. Ni siquiera se que ha cambiado en mi, solo se que no soy el mismo, que soy el de ahora no el de antes, pero tu eres atemporal, tu no eres ni de ayer ni de hoy, estas muy por encima de eso, vives dentro de mi, en cada instante, en cada tic y en su correspondiente tac.

Así que hoy te volví a encontrar en la figura de otra persona que se te parecía mucho. Tan encantadora estabas, yo estuve allí desbordando simpatía como el que acaba de aprender a reir. Sentíame extasiado y muy feliz, y a la vez tan cansado. Tuve que irme con amargura, me dolía la espalda y los ojos se nublaban, no había dormido mucho, solo unas pocas horas, pero ¿Quién quiere dormir teniendo toda una eternidad esperándole a la vuelta de la esquina?
Si, cansado, muy cansado estaba pero en mi no cabía de gozo, ahora que soy amoldable, ni demasiado rígido ni demasiado blando, y este logro su trabajo me ha costado. Nada se me ha regalado, a mí no me han brindado peces sino que se me ha dado una caña para que aprendiera a pescar. ¡Y cuantos son los peces que ahora pican en mi anzuelo!

Así fue la noche, paso en un rato, no se hizo esperar demasiado la mañana. Pocos minutos faltaban para las siete cuando volvía en coche a mi casa, traído por un amigo. Afuera seguía lloviznando y las luces se difuminaban tras los parabrisas. Hacía un frío de espanto cuando bajé del coche. Me abroche la chaqueta y subí la capucha de la sudadera. Cuando llegue a mi casa, al girar la llave y abrir la puerta me encontré esperándome a mi gato loco y suicida. Le dí los buenos días apuntándole con la linternita y pasándole la mano por el lomo a lo que él respondió con unos leves maullidos. Caminé por los pasillos hacia mi habitación y lo encontré todo desordenado tal como a mí me gusta, o vamos: que no tiene más remedio que gustarme. Quité toda la ropa de encima de la cama y la puse encima de un sillón. Me quité los zapatos, dejaron de dolerme los pies; me qui´té la chaqueta y la sudadera, desapareció la fatiga. Abrí el ‘sobre’, me introduje en él. Apagué la luz, cerré los ojos, y al final me alcanzo de pleno la oscuridad más confortable.
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