Esta es la casita que yo frecuento. Sobre todo aquellas noches en las que he bebido demasiado y no quiero que nadie me vea ni me pare a preguntar. En ella he pasado gran parte de mi juventud y encierra entre sus paredes de madera multitud de secretos que allí mismo se han ido desvelando. Aunque parece frágil, en realidad ninguna tormenta, ningún viento por fuerte que fuese, ningún fuego mal intencionado han podido arrastrarla consigo hacia los abismos porque sus raíces son profundas y se hunden como cinco plantas de un edificio hacia abajo. Es la casita de la estación de la primavera, siempre dispuesta a florecer. Allí se puede tomar té sentado sobre unos cojines mullidos y contarle a tus amigos infinidad de batallas y escuchar con atención lo que ellos cuentan; o jugar una partida de cartas mientras la leña prende y el humo escapa por su chimenea como en un barco de vapor.
Dentro de ella hay una estantería muy grande que almacena un montón de objetos y cosas varias, quizás más de lo que nos gustaría pero eso poco importa porque seguimos cabiendo bien, y además, los recuerdos importantes no ocupan espacio. También hay un frigorífico estupendo que conserva los alimentos en su punto óptimo y enfría mi bebida favorita, la cerveza, al punto de congelación. Hay en el centro de la sala una mesa cuadrada de plástico como las que utilizan los bares en sus terrazas de verano; con un agujerito en medio para colocar la sombrilla y que cogimos prestado cierto fin de año cerca del barrio donde se halla ubicada esta casa; y dicho sea de paso, también le cogimos unas bonitas sillas apilables que estaban sin amarrar como diciendo -¡ven y cógeme!-
Como digo esta es la casita a la que acudo a refugiarme a menudo, todo el mundo debería tener una casita-refugio como esta. Si me siento mal voy y me siento en un rinconcito y acurrucado allí me quedo un rato en silencio sin que siquiera se me oiga respirar, esperando a que por fin, por primavera, vuelvan a revolotear alegres las mariposas en mi jardín.
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