Ley de la gravedad

Las estancias se van quedando vacías, los cristales envahoecidos de la habitación de al lado en las que antes se dibujaban caritas sonrientes, los armarios llenos de ropa que ya nadie usa, las camas vestidas en las que nadie duerme, siquiera se oyen chirriar las puertas a la entrada, el cristal de la mesa en el que ya nada se deposita, y que una vez estuvo atestada de objetos varios. Y a la hora de la comida somos solo tres los que nos sentamos en la mesa, tan fácil es poner el mantel y el resto de los utensilios que se podría poner todo de una sola vez. Hablamos y vemos las noticias, sin prestarles demasiada atención, entre cucharada y cucharada animando una conversación. Mi madre suele hablarme con elocuencia, directa al grano, con desparpajo, ¿y no es a ella a la única que siempre he saludado cuando llegaba a casa? Como si en ese saludo se incluyera toda la casa: hola papa, hola hermanos, hola perro, hola gato, hola cubertería, hola atlas, hola escoba, hola sopa…
Los pasillos permanecen en silencio cuando antes siempre había algarabía, algunas veces tengo lapsus momentáneos: creo que desde algún rincón voy a ver salir maullando a mi parsimonioso gato, deslizando su cuerpo por la pared con la cola levantada. Me olvido por completo de que ya no lo tengo, y que no tendré nunca más que abrirle el grifo para que beba agua.
Los libros en las estanterías apretujados los unos a los otros en una amalgama sin sentido parecen cuchichear a nuestras espaldas, como si predijeran la debacle, como si creyeran que van a ser devorados por las llamas de una hoguera de un momento a otro. Y entre tanto vamos adquiriendo nuevos hogares, hogares húmedos que calan hasta los huesos (el valle del Guadalquivir es en si muy húmedo), que necesitan del uso intensivo de radiadores, hogares con paredes blancas que se desconchan y sudan, con muebles de diseño que provienen en mayor parte del Ikea, maderas que se hinchan hasta crujir, hogares neutros que no nos narran nada aunque los hayamos revestido con cuadros y fotografías, ajenos a nosotros, hogares que nos alejan con pies de paloma del ambiente al que una vez pertenecimos. Ya ni siquiera me detengo en el tiempo que transcurre, pasan los meses comos si fueran días, los días como si fueran segundos, los segundos como si no existieran. Voy quedando yo me digo, cuando reparo en mi mismo. Y me pregunto si alguna vez he existido, si no soy yo la causa de estos pasillos vacíos y fantasmales. Si cuando camino por la calle me mojo al igual que los demás, o si este hecho de verdad importa algo.
La ciudad allí afuera va oscureciéndose. Montones de gorriones en bandadas de cientos se lanzan a la conquista del espacio justo antes de oscurecer, bajo un cielo gris plomizo y abigarrado. Vuelven de algún lado y se dirigen hacia algún lugar. Su vuelo es caótico pero intuyo que responden a un patrón, o tal vez no.
En el pasillo se oye un golpe seco, es un libro que se ha descolgado desde la estantería, tal es el caos allí reinante. Me agacho y lo recojo, lo vuelvo a depositar entre sus congéneres, no sin antes haberme cerciorado de si he visto pasar o no un “lindo gatito

tEXTO: D

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