
Sus ojos se cierran y la cabeza cae hacia atrás. Sus huesos cansados se mullen en el sofá y ella parece barruntar algo entre dientes.
Yo la miro, mezcla de admiración y respeto y esbozo una sonrisa. Mi madre es ajena a mi mirada y a mi sonrisa bobalicona pues parece encontrarse inmersa en un sueño profundo, quizás de tempestades e inquietudes.
Alguien como ella no descansa ni aún cuando duerme, y sospecho, que dentro de su sueño, algo exige toda su atención pues parece escrutar la lejanía como una vigía a cuyo mirar nada escapa inadvertido.
En la habitación, cual centinela que custodia su vigilia, yo hago guardia. Bajo la voz al televisor hasta que queda en un susurro y callo yo mismo. Por las hendiduras de la persiana se filtran alegres los rayos del sol y el piar bullicioso de los gorriones entre las cuerdas del tendedero. Pienso que quizás nunca pueda agradecerle con suficiente fuerza todo cuanto ha hecho por mí y he de conformarme con homenajes silenciosos; velar sus sueños y admirarla mientras ella no puede verme.
La miro otra vez. Ahora duerme tranquila y a punto estoy de sonreír cuando un chasquido, que proviene de sus sueños, la despierta de un respingo, y me sorprende observándola.
Amago la huida, como una lagartija que se deja la cola en las fauces de su enemigo y busco protección bajo mis siete capas. No me atrevo a mirar y adopto la actitud del centinela, erguido y hermético frente al televisor.
Pasados unos minutos, cuando creo que se ha vuelto a dormir, la miro nuevamente. Y es ahora ella la que dibuja una sonrisa en sus labios; un tanto bobalicona y misteriosa.
TEXTO: D
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