Dios surgido de la máquina

Y le dí forma a mi primer prototipo de máquina.
Se trataba de un sencillo hombrecito, mitad madera mitad alambres, en el cual ningún hombre podría identificarse ni sentirse reflejado.
Le dí un nombre y una razón de ser y cuando por fin ví encenderse las lucecitas que usaba como ojos me sentí el hombre más feliz que hubiese pisado la faz de la tierra.
Juntos, mi creación y yo estuvimos unas semanas, las justas para limar las asperezas, para pulir los cantos, para retocar colores, barnizar superficies.
Una mañana me desperté con un brazo colgando por un lado de la cama y no hallaba mi creación por ningún lado.
Di un paseo por los alrededores en su busca pero ni rastro de él.
Luego pasé una larga temporada en la que no pude crear, así que pasé los meses de invierno aislado en el sillón rojo que hay junto a la chimenea de mi salón; porque no les he dicho, en este lugar hace un frío de espanto, y muy a menudo la nieve cubre el campo con su manto vítreo.
Una mañana de Mayo, en que embebido en lecturas estaba, entre el cinco y el siete de aquel mes, ya entrada la primavera; las horas pasaban disarmónicas o se quedaban estancadas en un incómodo bypass.
Afuera, allí a lo lejos, por donde se aleja el camino serpenteando hacia el valle, más allá del rejado de mi casa creí ver la extraña figura de un muñecajo entre el sembrado. Con los brazos abiertos en cruz, como suspendido en el tiempo esperando un abrazo, como si fuera un gimnasta que va a coger impulso para saltar del trampolín, como el suicida enfrenta al vacío.
A su alrededor y sobre sus hombros se aposentaban trémulos cuervos de abigarrado plumaje, oscuros como el corazón de Sauron, oscuros como el tizón.
Y sus ojos refulgían como nunca antes los vi arder.

tEXTO: D \ iMAGEN: ‘Estación del año’ (1573) — Giuseppe Arcimboldo

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