Hoy

oy comes solo. Me llevo a los niños. Tienes la comida en el microondas. Besos.
La nota, sujeta al frigorífico con varios imanes, respondía a su grito de hola que se había perdido en la casa vacía. Había subido las escaleras con la esperanza de que la puerta se abriera sin ni siquiera usar las llaves, porque al otro lado encontraría la cara sonriente de un niño que había reconocido sus pasos pesados por la escalera. Ese recibimiento era una de las pocas alegrías gratuitas que le ofrecía la vida, marcada por lo demás por un trabajo rutinario que le daba lo suficiente para mantener a su mujer y sus dos hijos.
Pero hoy no había habido recibimiento, no había habido carrera de minúsculos pasos hacia el encuentro con sus brazos, ni griterío alegre que respondiera al cierre de la puerta y a su grito de saludo; sólo una escueta nota que anunciaba que hoy comería solo, porque Marga se había llevado a los niños, y que su comida, tan sola como él, le esperaba aburrida en el interior del microondas.
Había dos momentos sobre todo en los que no soportaba la soledad: el encuentro con una cama vacía y el hecho de comer sin compañía. Así que encendió el televisor para que su monótono rumor rompiera el silencio de la casa y le creara la falsa ilusión de que había alguien acompañándole. No se fijó en la cadena que ponía. Por la hora supuso que todas las cadenas tendrían informativos, pero estaba más atento en ver girar el plato en el microondas que a las palabras del presentador.
Sólo cuando se sentó delante, con el plato caliente y un pedazo de pan, prestó atención a las imágenes que le ofrecía el televisor. Y prefirió no haberlo hecho, porque las imágenes de casas arrasadas, gente llorando por familiares o bienes materiales desaparecidos tras una gran riada, le azotaron con toda su crudeza y le quitaron las ganas de comer.
Quién sería el listo que pensó que era buena idea poner noticias como esta a la hora de comer. Esta vez era un huracán que había asolado uno de esos países latinoamericanos que sólo se nombran en las noticias cuando ocurren golpes de estado o catástrofes naturales, o en verano, cuando se promocionan sus playas paradisíacas con ofertas de Viajes El Corte Inglés. Pero cuando no era un huracán era una guerra, o un atentado, o un terremoto, o un accidente de tráfico; la cuestión era amargarte la comida mostrándote las desgracias de personas lejanas, en un país desconocido que probablemente nunca visitarás y por las que no puedes hacer nada más que compadecerte y encima sentirte mal porque tú tienes suerte y ellos no.
En un gesto de rabia apagó el televisor y la casa se sumió de nuevo en el silencio de la soledad. Mejor solo que mal acompañado, pensó con irónica complacencia. Pero al poco, el aburrimiento empezó a hacerle mella y el acto necesario de comer se convirtió en un pesado trámite que debía soportar en el más tedioso de los silencios.
Sin el poder de atracción de la televisión presente, paseó su mirada por toda la habitación, hasta que sus ojos se posaron en una foto encima del televisor. No conocía al niño que lo miraba con ojos tristes desde la lejanía de un trozo de papel. De él sólo sabía su nombre, el que aparecía junto a unas letras más grandes y de colores que le decían Apadrina a un niño. Otro más de los caprichos de su mujer, Marga, la sentimental Marga, la ilusa e idealista Marga, que se cree capaz de cambiar el mundo, que un día vio anunciado el proyecto por un famoso en un programa y pensó que era su deber como buena persona ayudar a esos pobres niños. Como si fuese a solucionar algo, pensaba molesto. Pero, con tal de no escucharla, él le había dicho que sí, que daría de su salario un euro mensual al niño ese para que ella no tuviera remordimientos de conciencia. Y cuando llegó la foto, ella, muy orgullosa de su buena acción, la colocó allí, para que todo aquel que entrara en su casa viera lo generosa y solidaria que era.
Y allí estaba él, un niño que ni siquiera sabía si existía o no, si ese era su verdadero nombre o si esa misma foto estaba en varias casas de personas tan ilusas como él y su mujer, mirándole fijamente como si realmente pudiera verle y culparle de su situación. Y él no podía apartar su mirada de la foto. Lo tenía como hipnotizado, con aquella sonrisa melancólica y agria dibujada en los labios. Intentaba seguir comiendo, pero no podía. Cada bocado era un suplicio, la comida se le atragantaba, se aferraba a su garganta y se encontraba con el nudo cerrado en el que se había convertido su estómago. Sus ojos se cruzaban una y otra vez con los del niño, y al ver su cara morena y diminuta, manchada de tierra, se le quitaban las ganas de comer.
Esto es peor que la tele, pensó, y, entre maldiciones, se levantó y giró la foto. Pero ya no pudo seguir comiendo. Aunque no lo viese, sentía su mirada. Se sentía culpable, aunque no sabía muy bien de qué.
Dejó el plato inacabado sobre la mesa y se resignó a que hoy no iba a tener una comida normal. Giró de nuevo la foto y se enfrentó otra vez a aquellos ojos tristes y acusadores.
—¿Se puede saber qué quieres? ¿Qué puedo hacer para que me dejes tranquilo?
Como era de esperar, no obtuvo ninguna respuesta, y sus ojos empezaron a repasar lentamente cada detalle de la foto, buscando una pista, una respuesta oculta entre los finos rasgos del niño de la mirada acusadora. Finalmente se detuvo en las letras de colores que acompañaban la imagen. Apadrina un niño, leyó en voz alta, y al lado un número de teléfono.
Quizá lo único que me pase sea un ataque de mala conciencia, pensó anotando el número de teléfono. Y si a Marga le sirvió para quedarse tranquila, quizá me sirva la misma solución. Es todo por culpa de esas imágenes del huracán. Me han hecho pensar, sentirme culpable, y no existe peor sensación que esa. Pero bueno, una llamada y dentro de un rato me sentiré mejor.
Mira por enésima vez la foto. Es lo único que ha hecho en las últimas dos horas. Ha estado tanto tiempo examinándola que aunque cerrara los ojos la seguiría viendo, grabada ya en su mente. Había memorizado todos y cada uno de los detalles de la imagen: el pequeño roto del jersey en el hombro derecho; la etiqueta medio descosida que colgaba en su pecho, y en la que podía leerse Unidad Educativa Central “Cosmos 79”; el arañazo en su mejilla izquierda; el paisaje desértico a su espalda. Y todo para nada, porque seguía allí, mirándole, acusándole. Había intentado en vano descubrir un mensaje en clave en las letras que acompañaban la foto, pero el único mensaje era el que podía leerse claramente: apadrina un niño.
—¿Apadrina un niño? ¡Pero si ya llevo tres! Y lo único que he conseguido es que me manden más fotos de niños como tú, más miradas acusadoras, más remordimientos de conciencia. ¿Qué quieres que haga? Sólo soy una persona, sólo tengo dos manos, yo no puedo cambiar el mundo. ¿Por qué entonces me sigues mirando?
Pero la fotografía seguía muda, mirando al frente, traspasándole con la mirada, como si pudiera ver a través de él algo situado a su espalda...
¿Algo situado a su espalda?
Un rayo de luz iluminó su cabeza. A su espalda, claro. El niño no le miraba a él, sino a algo que estaba detrás de él. Se giró y encontró un mueble lleno de trastos. Abrió el estante y una foto amarillenta cayó a sus pies. Recordaba aquella foto, a pesar de que habían pasado más de veinte años desde entonces. Él tenía siete años, y su hermano nueve. Los dos estaban tumbados sobre una hamaca. Su cabeza estaba apoyada en el pecho de su hermano, y la pierna y el brazo de este colgaban de la hamaca balanceándose libremente.
—Recuerdo esta hamaca, —dijo dirigiéndose nuevamente a la foto. — Estaba en el chalet de mis abuelos, allá en el pueblo. El que está conmigo es Juan, mi hermano. En verano, siempre que terminábamos de comer, salíamos corriendo hacia la hamaca. El primero que llegaba era el que se quedaba, así que había días en los que apenas comíamos por llegar antes, o utilizábamos incluso trucos sucios para que el otro tardara más. Todo valía por disfrutar de ese trozo de tela que a nosotros nos parecía un pedazo del cielo. Aquel día, sin embargo, estábamos tan cansados que ni nos peleamos. Nos tumbamos como pudimos y así dormimos. Eran tiempos felices. Luego todo se vino abajo. Mi hermano creció y perdió su inocencia. Se juntó con quien no debía y tiró su vida a la basura. Dejó los estudios y se fue de casa. Malvivía con lo que podía robar, incluso a mis padres. El corazón de mi padre no lo resistió y murió de un infarto el mismo día que lo detuvieron a él por robo a mano armada. Nunca se lo perdoné, y aún hoy le sigo culpando de haberle matado. De eso hace casi quince años. No le he vuelto a dirigir la palabra desde entonces, por más que él y mi madre han intentado la reconciliación. Sé que ha cambiado, que después de aquello rehizo su vida, pero para mí sigue siendo aquel niñato irresponsable que mató a mi padre.
Sus dedos acarician la fotografía con nostalgia, y por un momento añora escuchar la voz de su hermano, recuperar la confianza que un día tuvo con él y que ahora parece un sueño lejano e imposible. Pero cuando levanta la mirada y se ve reflejado en el cristal opaco del televisor, se siente estúpido por hablar con una foto, aunque lo que realmente le duele es sentirse vulnerable y culpable.
—Pero, ¿qué hago yo contándole mi vida a una foto? Quédate ahí y déjame en paz de una vez.
Los ojos que miran eternamente al frente, al vacío que se extiende ante ellos, y la boca semiabierta en una extraña mueca mezcla de miedo e incomprensión, pero que poco a poco se va convirtiendo en una sonrisa, porque a su espalda alguien descuelga el teléfono y marca un número que ha tenido que mirar en la agenda porque ya hacía tiempo que había olvidado. Al otro lado del auricular, los tonos le parecen los latidos de un corazón viejo y cansado, hasta que una voz seca los interrumpe.
—¿Juan? Soy yo... Sí, ya sé que ha pasado mucho tiempo... Sí, yo también me alegro de volver a hablar contigo, y... quería decirte que... lo siento... Sí, lo siento. Siento no haber hablado contigo hasta hoy; siento haberte odiado hasta hoy; siento... haberte perdido tanto tiempo, pero es que no me he dado cuenta del daño que te hacía hasta hoy... hoy...

TEXTO CORTESÍA DE: Álvaro Ruiz \ ‘Hoy’

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