Realidad paralela o las paredes invisibles

e gustaba aquella pequeña habitación del pánico, encerrado entre sus cuatro paredes, enclaustrado, con la pantalla del ordenador y el teclado delante. La luz fluorescente de toda la sala, el número en rojo que marcaba un 33 en la torre del ordenador, no se a que hacia referencia, luego cambiaría a 34.
Digo que me gustaba la pared blanca, porque nada cabía esperarse de ella, ella era ella y no había nada más, no encontraba ninguna mancha, una imperfección en su superficie, nada que desviara mi atención. Su ambiente ciertamente resultaba opresivo, poco confortable y acogedor; parecía más la sala de un quirófano si no fuera por el desagradable olor a aséptico de estos últimos; sin embargo esas cuatro paredes me infundían seguridad, me envolvían en un abrazo fraternal. Desde esa posición veía a la gente entrar y salir de la sala, a la vez que dejaba mi espalda cubierta. A mi lado un compañero mexicano tecleaba mientras escuchaba el programa de Carlos Herrera, de vez en cuando reía; y mascaba con profusión un chicle al que yo le había invitado. Antes no, pero desde hace un tiempo hacia acá, he cogido la manía de mascar chicle durante mi jornada laboral como un tonto, al tanto que las mandíbulas terminan por dolerme.
Veía a todas aquellas chicas al otro lado de la sala, dulces bombones dentro de una cajita hermética, halos misteriosos, luceros lejanos, sinuosas tentaciones con altos tacones de aguja, olorosos perfumes que al mezclarse todos en uno solo dan como resultado el olor a mujer, la que rendida cae en la cama después de una larga jornada, y que se despierta siendo una niña, y al mediodía es ya jovencita, y por la tarde es una mujer adulta que se desmaquilla frente al espejo…
Y es bien cierto que esa pared no tenía ninguna abertura, no daba a la calle, no se podía ver a través de ella las nubes ni respirar aire fresco, ni la lluvia, ni el vuelo de los pájaros, ni el sol, ni el cielo, siquiera un triste árbol (siempre que pronuncio la palabra ‘árbol’ me viene a la mente la imagen de un naranjo pequeño, de ancha copa, cargado de naranjas…)
No tenía ventanas, es más, producía claustrofobia, y sin embargo sabía o creía sentir que esas paredes querían contarme su historia, o la historia de los que habían pasado por ese mismo sitio antes que yo, e impregnaron con su presencia toda la estancia, la marcaban con el eco de sus voces, con sus risas, con su dolor. Dibujaban con tinta indeleble en aquellas paredes una firma o una frase como la que leía ahora mismo: "Se realista, pide lo imposible". Solo porque había llegado hasta esa conclusión, conseguí comprender que, aunque la realidad impusiera que allí no había ventana alguna, podía proyectar a través de ella una esplendida mañana de Mayo, y aún más, ya no me sentía oprimido ni confuso, sino que por encima mía ya no había más techo que el cielo abierto, El Lorenzo, las nubes, los pájaros, hasta sentía una suave brisa; y también había lugar para el pequeño naranjo, de ancha copa y cargado de naranjas.
¡Ah, pared blanca¡ voz de mi silencio, se que tu no consientes en encerrarme, ni retenerme dentro de tus muros fríos, se que me dejas garabatear ventanas y alfeizares con esta tinta invisible que es la imaginación sobre tu superficie opaca. Se que tus recovecos recuerdan luminosas fábulas; y se que algún día, cuando yo no esté, cuando me haya ido, harás lo propio con el siguiente que ocupe mi puesto, y le mostrarás que en verdad no eran tan fríos ni desapacibles tus muros, porque a través de sus ventanas invisibles, era posible ver el sol.

TEXTO: D

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