Nosotros, hijos de la ignominia

Duermen las calles profundas, los patios y los naranjos en flor. Resuena el sonido trémulo de un violín por entre los muros, los angostos pasillos y las azoteas.
Por una colina, en un lejano lugar, perdiéndose entre los árboles, serpentea un autobús.

Rasga el maestro las cuerdas de su guitarra, marca el ritmo con el pie. Sentado y pensativo, a través de la ventana y con la cara apoyada en su puño, el viajero ve volar sobre el altiplano un cóndor.
El viento entra por la ventana aventando el flequillo que se mece complacido. Vuelve el hombre solitario sobre un camino ya conocido, a deshilar lo tejido, a hacer de ello un nuevo ovillo. Y el camino le recibe rebajando sus abruptos, los pastizales meciéndose en un delirio, la dura roca en la montaña agrietándose en un quejido que recorre todo el valle.
La última vez que vio ese agreste camino, esas sendas por las que la vida discurre y en su transcurso se marchita, esos valles verdecidos, era tan sólo un niño; y los niños se hacen hombres en el camino, y la inocencia del niño mancillada es lo que los convierte en adultos, en seres extraños y ajenos al mundo. Las lágrimas del olvido derramadas corren a desembocar en la mar, el corazón puro se vuelve polvo, los dedos de los pies se hunden en la tierra como raices.

En la hora más profunda de sus días, el orgullo que nunca tuvo acude a cogerlo cautivo, a rendirle pleitesía; a devolverle el honor de pertenecer a una patria de la que nunca gozó. Y el abrazo resulta harto fastidioso, como cuando un padre que nunca conoció aparece de repente un día, llamando a su puerta y repartiendo bendiciones. Las madres nunca se marchan, ellas nunca abandonan, por cruenta que se adivine la batalla, siempre permanecen, aunque hayan de morir en la contienda. ¿Y no es, en definitiva, la Luna la que alumbra en la noche fría al viajero errante?

En el desgañitarse de aquel músico, y en la melodía rasgada del arpa, por entre los pastizales y las piedras, por entre las sendas va ese ritmillo que los cien mil hijos conocemos al dedillo y tarareamos al caminar; y es agridulce, mezcla de penas y alegrías, compuesta de grandes sinsabores, y pequeños goces.
No hay lugar para este viajero en el que detenerse pueda, no hay lugar en el que pueda encontrarse, no hay honor en el que pueda regocijarse, ni homenajes que puedan colmarle.

Por las veredas verdosas de un lejano lugar, más allá de donde alcanza a ver la vista, los pastizales son mecidos, las rocas han dejado de crujir, las arpas han cesado en su lamento, la lana de nuevo es ovillo; y en el cielo, sobre la planicie, un cóndor majestuoso observa complacido el vaivén de un autobús.

Texto: D

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