Dominus

entonces entró ese hombre pegando gritos y perorando como si fuese la verdad misma.

Bebía yo una Paulaner después de una Franziskaner. Había inhibido ya mis sentidos cuando entró este individuo a romper mi paz, si es que los hombres como yo la rozamos con los dedos alguna vez, cosa de la que dudo mucho; pero en fin, que ahí estaba yo apoyando mis codos en la mesa y aguantando una pinta.

Mi amigo L. y mi amigo I. andaban también mojando los bigotes en la espuma dorada, a mi lado. Habíamos dicho de dar una vuelta y esa era nuestra primera parada, justo al salir de nuestro barrio. La camarera nos atendió amablemente, era una dulce y delicada chica italiana (como la brisa de una mañana de abril), y justo después de acabar mi segunda pinta había sacado como conclusión que el mundo esta llena de muchachas lindas, da igual a donde vayas, de su influjo no se puede escapar.

Y entonces me surgió una duda razonable: ¿somos nosotros también lindos como la brisa de una mañana de abril a sus ojos? Bien se que cuando crecemos dejamos de ser lindos como los salmones, y cuando ascendemos corriente arriba hasta el lugar de nacimiento llegamos convertidos en seres de mandíbulas monstruosas, nada delicado.

Pero esa dúbita poco duró. El hombre del que os hablo seguía levantando la voz, cada vez más enfurruscado en sus ideas, cada vez más convencido de las mismas, cada vez más cansino. Me dieron ganas de salir pitando de ese bar echando fuego pero en lugar de eso me contuve en el sillón, y termine de beber mi cerveza.

De lo que hablaba este hombre en cuestión era acerca de un asunto que traía a toda la ciudad de cabeza: la desaparición de una joven de 17 años; lo cual estaba investigando la policía, y la prensa decadente de nuestros días había empezado a meter su hocico maloliente en busca de pistas, queriendo saber más que la propia policía, revolviéndolo todo con sus manos groseras en busca de exclusivas.

Esta profesión de urracas en que se ha convertido la televisión a todas horas bombardeaba de imágenes, salían especialistas de todo tipo, cada uno contando su versión de gallinácea de mal agüero, enmarañando más la madeja. Eran muchas las conjeturas que había, tantas como fotografías se habían repartido por la ciudad, tantas como ciudadanos deseaban su vuelta.

A estas alturas ya se sabe algo más, cosa a la que no voy a entrar, porque no me incumbe y porque me deja mal sabor de boca. Porque aunque creo lo justo en los finales felices, y pienso de mí que soy un demonio, que he perdido el interés por la vida y por mis semejantes, y que solo hago mirar mi ombligo redondo y observar su efecto ingravitatorio. De vez en cuando descubro en mí una inmensa humanidad, muy superior al yo estúpido y animal de los otros. Y este es el clavo ardiente al que a día de hoy sigo agarrado.

TEXTO: D

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